EDUARDO GALEANO, LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA(Publicado en 1971)
INTRODUCCIÓN: CIENTO VEINTE MILLONES DE NIÑOS EN EL
CENTRO DE LA TORMENTA
La división internacional del trabajo consiste
en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca
del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en
perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se
abalanzaron a través del mar v le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron
los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones Este va no es el reino de
las maravillas donde la realidad derrotaba a la fábula y la imaginación era
humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las
montañas de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa
existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva del
petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias
primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan consumiéndolos,
mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos los
impuestos que cobran los compradores que los precios que reciben los
vendedores; y al fin y al cabo, como declaró en julio de 1968 Covey T. Oliver,
coordinador de la Alianza para el Progreso, «hablar de precios justos en la
actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre
comercialización...» Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles
se hace necesario construir para quienes padecen los negocios. Nuestros
sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el mercado externo
dominante; proporcionan también caudalosos manantiales de ganancias que fluyen
de los empréstitos y las inversiones extranjeras en los mercados internos
dominados. «Se ha oído hablar de concesiones hechas por América Latina al
capital extranjero, pero no de concesiones hechas por los Estados Unidos al
capital de otros países... Es que nosotros no damos concesiones», advertía,
allá por 1913, el presidente norteamericano Woodrow Wilson. Él estaba seguro:
«Un país --decía- es poseído y dominado por el capital que en él se haya
invertido». Y tenía razón. Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos
americanos, aunque los haitianos y los cubanos ya habían asomado a la historia,
como pueblos nuevos, un siglo antes de que los peregrinos del Mayflower se
establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada
más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub -América,
una América de segunda clase, de nebulosa identificación. Es América Latina, la
región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo
se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y
como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos 6 centros de poder. Todo:
la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su
capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos
humanos. El modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido
sucesivamente determinados, desde fuera, por su incorporación al engranaje
universal del capitalismo. A cada cual se le ha asignado una función, siempre
en beneficio del desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho
infinita la cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos
eslabones, y que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la
opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de
cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre
sus fuentes internas de víveres y mano de obra (Hace cuatro siglos, ya habían
nacido dieciséis de las veinte ciudades latinoamericanas más pobladas de la
actualidad.) Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso
y la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso.
Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que
nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra,
como se ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra
derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha
generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los
imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neo-colonial, el
oro se transfigura en chatarra, y los alimentos se con vierten en veneno.
Potosí, Zacatecas y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los
esplendores de los metales preciosos al profundo agujero de los socavones
vacíos, y la ruina fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva
amazónica del caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos
del quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago de Maracaibo tienen
dolorosas razones para creer en la mortalidad de las fortunas que la naturaleza
otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los centros del poder
imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y
simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes -dominantes hacia
dentro, dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes
condenadas a una vida de bestias de carga. La brecha se extiende. Hacía
mediados del siglo anterior, el nivel de vida de los países ricos del mundo
excedía en un cincuenta por ciento el nivel de los países pobres. El desarrollo
desarrolla la desigualdad: Richard Nixon anunció, en abril de 1969, en su
discurso ante la OEA, que a fines del siglo veinte el ingreso per capita en
Estados Unidos será quince veces más alto que el ingreso en América Latina. La
fuerza del conjunto del sistema imperialista descansa en la necesaria
desigualdad de las partes que lo forman, y esa desigualdad asume magnitudes
cada vez más dramáticas. Los países opresores se hacen cada vez más ricos en
términos absolutos, pero mucho más en términos relativos, por el dinamismo de
la disparidad creciente. El capitalismo central puede darse el lujo de crear y
creer sus propios mitos de opulencia, pero los mitos no se comen, y bien lo
saben los países pobres que constituyen el vasto capitalismo periférico. El
ingreso promedio de un ciudadano norteamericano es siete veces mayor que el de
un latinoamericano y aumenta a un ritmo diez veces más intenso. Y los promedios
engañan, por los insondables abismos que se abren, al sur del río Bravo, entre
los muchos pobres y los pocos ricos de la región. En la cúspide, en efecto,
seis 7 millones de latinoamericanos acaparan, según las Naciones Unidas, el
mismo ingreso que ciento cuarenta millones de personas ubicadas en la base de
la pirámide social. Hay sesenta millones de campesinos cuya fortuna asciende a
veinticinco centavos de dólar por día; en el otro extremo los proxenetas de la
desdicha se dan el lujo de acumular cinco mil millones de dólares en sus
cuentas privadas de Suiza o Estados Unidos, y derrochan en la ostentación y el
lujo estéril -ofensa y desafío- y en las inversiones improductivas, que
constituyen nada menos que la mitad de la inversión total, los capitales que
América Latina podría destinar a la reposición, ampliación y creación de
fuentes de producción y de trabajo. Incorporadas desde siempre a la
constelación del poder imperialista, nuestras clases dominantes no tienen el
menor interés en averiguar si el patriotismo podría resultar más rentable que
la traición o si la mendicidad es la única forma posible de la política internacional.
Se hipoteca la soberanía porque «no hay otro camino»; las coartadas de la
oligarquía confunden interesadamente la impotencia de una clase social con el
presunto vatio de destino de cada nación. Josué de Castro declara: «Yo, que he
recibido un premio internacional de la paz, pienso que, infelizmente, no hay
otra solución que la violencia para América Latina». Ciento veinte millones de
niños se agitan en el centro de esta tormenta. La población de América Latina
crece como ninguna otra; en medio siglo se triplicó con creces. Cada minuto
muere un niño de enfermedad o de hambre, pero en el año 2000 habrá seiscientos
cincuenta millones de latinoamericanos, y la mitad tendrá menos de quince años
de edad: una bomba de tiempo. Entre los doscientos ochenta millones de
latinoamericanos hay, a fines de 1970, cincuenta millones de desocupados o
sub-ocupados y cerca de cien millones de analfabetos; la mitad de los
latinoamericanos vive apiñada en viviendas insalubres. Los tres mayores
mercados de América Latina -Argentina, Brasil y México- no alcanzan a igualar,
sumados, la capacidad de consumo de Francia o de Alemania occidental, aunque la
población reunida de nuestros tres grandes excede largamente a la de cualquier
país europeo. América Latina produce hoy día, en relación con la población,
menos alimentos que antes de la última guerra mundial, y sus exportaciones per
capita han disminuido tres veces, a precios constantes, desde la víspera de la
crisis de 1929. El sistema es muy racional desde el punto de vista de sus
dueños extranjeros y de nuestra burguesía de comisionistas, que ha vendido el
alma al Diablo a un precio que hubiera avergonzado a Fausto. Pero el sistema es
tan irracional para todos los demás que cuanto más se desarrolla más agudiza
sus desequilibrios y sus tensiones, sus contradicciones ardientes. Hasta la
industrialización, dependiente y tardía, que cómodamente coexiste con el
latifundio y las estructuras de la desigualdad, contribuye a sembrar la
desocupación en vez de ayudar a resolverla; se extiende la pobreza y se
concentra la riqueza en esta región que cuenta con inmensas legiones de brazos
caídos que se multiplican sin descanso. Nuevas fábricas se instalan en los
polos privilegiados de desarrollo -São Paulo, Buenos Aires, la ciudad de
México- pero menos mano de obra se necesita cada vez. El sistema no ha previsto
esta pequeña molestia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce. Se hace
el amor con entusiasmo y sin precauciones. Cada vez queda más gente a la vera
del camino, sin trabajo en el campo, donde el latifundio reina con sus
gigantescos eriales, y sin trabajo en la ciudad, donde reinan 8 las máquinas:
el sistema vomita hombres. Las misiones norteamericanas esterilizan masivamente
mujeres y siembran píldoras, diafragmas, espirales, preservativos y almanaques
marcados, pero cosechan niños; porfiadamente, los niños latinoamericanos
continúan naciendo, reivindicando su derecho natural a obtener un sitio bajo el
sol en estas tierras espléndidas que podrían brindar a todos lo que a casi todos
niegan. A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en voz alta
que la Alianza para el Progreso había cumplido siete años de vida y, sin
embargo, se habían agravado la desnutrición y la escasez de alimentos en
América Latina. Pocos meses antes, en abril, George W. Ball escribía en Life:
«Por lo menos durante las próximas décadas, el descontento de las naciones más
pobres no significará una amenaza de destrucción del mundo. Por vergonzoso que
sea, el mundo ha vivido, durante generaciones, dos tercios pobre y un tercio
rico. Por injusto que sea, es limitado el poder de los países pobres». Ball
había encabezado la delegación de los Estados Unidos a la Primera Conferencia
de Comercio y Desarrollo en Ginebra, y había votado contra nueve de los doce
principios generales aprobados por la conferencia con el fin de aliviar las
desventajas de los países subdesarrollados en el comercio internacional. Son
secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año estallan,
silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de Hiroshima sobre estos
pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los dientes apretados. Esta
violencia sistemática, no aparente pero real, va en aumento: sus crímenes no se
difunden en la crónica roja, sino en las estadísticas de la FAO. Ball dice que
la impunidad es todavía posible, porque los pobres no pueden desencadenar la
guerra mundial, pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los panes,
hace lo posible por suprimir a los comensales. «Combata la pobreza, ¡mate a un
mendigo!», garabateó un maestro del humor negro sobre un muro de la ciudad de
La Paz. ¿Qué se proponen los herederos de Malthus sino matar a todos los
próximos mendigos antes de que nazcan? Robert McNamara, el presidente del Banco
Mundial que había sido presidente de la Ford y Secretario de Defensa, afirma
que la explosión demográfica constituye el mayor obstáculo para el progreso de
América Latina y anuncia que el Banco Mundial otorgará prioridad, en sus
préstamos, a los países que apliquen planes para el control de la natalidad.
McNamara comprueba con lástima que los cerebros de los pobres piensan un
veinticinco por ciento menos, y los tecnócratas del Banco Mundial (que ya
nacieron) hacen zumbar las computadoras y generan complicadísimos trabalenguas sobre
las ventajas de no nacer: «Si un país en desarrollo que tiene una renta media
per capita de 150 a 200 dólares anuales logra reducir su fertilidad en un 50
por ciento en un período de 25 años, al cabo de 30 años su renta per capita
será superior por lo menos en un 40 por ciento al nivel que hubiera alcanzado
de lo contrario, y dos veces más elevada al cabo de 60 años», asegura uno de
los documentos del organismo. Se ha hecho célebre la frase de Lyndon Jonson:
«Cinco dólares, invertidos contra el crecimiento de la población son más
eficaces que cien dólares invertidos en el crecimiento económico». Dwight
Eisenhower pronosticó que si los habitantes de la tierra seguían
multiplicándose al mismo ritmo no sólo se 9 agudizaría el peligro de la
revolución, sino que además se produciría «una degradación del nivel de vida de
todos los pueblos, el nuestro inclusive». Los Estados Unidos no sufren,
fronteras adentro, el problema de la explosión de la natalidad, pero se
preocupan como nadie por difundir e imponer, en los cuatro puntos cardinales,
la planificación familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la
fundación Ford padecen pesadillas con millones de niños que avanzan, como
langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platon y Aristóteles se habían
ocupado del tema antes que Malthus y McNamara; sin embargo, en nuestros
tiempos, toda esta ofensiva universal cumple una función bien definida: se
propone justificar la muy desigual distribución de la renta entre los países y
entre las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el
resultado de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia
de las masas en movimiento y rebelión. Los dispositivos intrauterinos compiten
con las bombas y la metralla, en el sudeste asiático, en el esfuerzo por
detener el crecimiento de la población de Vietnam. En América Latina resulta
más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las
sierras o en las calles. Diversas misiones norteamericanas han esterilizado a
millares de mujeres en la Amazonia, pese a que ésta es la zona habitable más
desierta del planeta. En la mayor parte de los países latinoamericanos, la
gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro
cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces
menos que Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina,
tienen una densidad de población menor que, la de Italia. Los pretextos
invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales encienden la
indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de los territorios de
Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela está habitada
por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos que la del Uruguay,
país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación ha sido tan castigada, en los
años recientes, por una crisis que parece arrastrarla al último círculo de los
infiernos. Uruguay está vacío y sus praderas fértiles podrían dar de comer a
una población infinitamente mayor que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas
penurias. Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado
proféticamente: «Sería curioso que del seno mismo de los Estados Unidos, de
donde nos viene el mal, naciese también el remedio». Muerta y enterrada la
Alianza para el Progreso, el Imperio propone ahora, con más pánico que
generosidad, resolver los problemas de América Latina eliminando de antemano a
los latinoamericanos. En Washington tienen ya motivos para sospechar que los
pueblos pobres no prefieren ser pobres. Pero no se puede querer el fin sin
querer los medios: quienes niegan la liberación de América Latina, niegan
también nuestro único renacimiento posible, y de paso absuelven a las
estructuras en vigencia. Los jóvenes se multiplican, se levantan, escuchan:
¿qué les ofrece la voz del sistema? El sistema habla un lenguaje surrealista:
propone evitar los nacimientos en estas tierras vacías; opina que faltan
capitales en países donde los capitales sobran pero se desperdician; denomina
ayuda a la ortopedia deformante de los empréstitos y al drenaje de riquezas que
las inversiones extranjeras provocan; convoca a los latifundistas a realizar la
reforma agraria y a la oligarquía 10 a poner en práctica la justicia social. La
lucha de clases no existe -se decreta- más que por culpa de los agentes
foráneos que la encienden, pero en cambio existen las clases sociales, y a la
opresión de unas por otras se la denomina el estilo occidental de vida. Las
expediciones criminales de los marines tienen por objeto restablecer el orden y
la paz social, y las dictaduras adictas a Washington fundan en las cárceles el
estado de derecho y prohíben las huelgas y aniquilan los sindicatos para
proteger la libertad de trabajo. ¿Tenemos todo prohibido, salvo cruzarnos de
brazos? La pobreza no está escrita en los astros; el subdesarrollo no es el
fruto de un oscuro designio de Dios. Corren años de revolución, tiempos de
redención. Las clases dominantes ponen las barbas en remojo, y a la vez
anuncian el infierno para todos. En cierto modo, la derecha tiene razón cuando
se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden: es el orden, en
efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al fin: la
tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusta y el hambre hambrienta.
Si el futuro se transforma en una caja de sorpresas, el conservador grita, con
toda razón: «Me han traicionado». Y los ideólogos de la impotencia, los
esclavos que se miran a sí mismos con los ojos del amo, no demoran en hacer
escuchar sus clamores. El águila de bronce del Maine, derribada el día de la
victoria de la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas,
bajo un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también
otros países han iniciado por distintas vías y con distintos medios la
experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la
perpetuación del crimen. Los fantasmas de todas las revoluciones estranguladas
o traicionadas a lo largo de la torturada historia latinoamericana se asoman en
las nuevas experiencias, así como los tiempos presentes habían sido presentidos
y engendrados por las contradicciones del pasado. La historia es un profeta con
la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo
que será. Por eso en este libro, que quiere ofrecer una historia del saqueo y a
la vez contar cómo funcionan los mecanismos actuales del despojo, aparecen los
conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en los jets, Hernán
Cortés y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del
Fondo Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y
las ganancias de la General Motors. También los héroes derrotados y las
revoluciones de nuestros días, las infamias y las esperanzas muertas y
resurrectas: los sacrificios fecundos. Cuando Alexander von Humboldt investigó
las costumbres de los antiguos habitantes indígenas de las mesetas de Bogotá,
supo que los indios llamaban quihica a las víctimas de las ceremonias rituales.
Quihica significaba puerta: la muerte de cada elegido abría un nuevo ciclo de
ciento ochenta y cinco lunas.
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